Conocí el concepto de “Doula” un par de años antes de decidir convertirme en madre. Me lo mostró una compañera de trabajo (puérpera) que leía a Laura Guthman. Me pareció tan linda la idea de poder estar acompañada de una mujer que me inspirara sabiduría y calma en un momento tan importante como la gestación y el parto!
Investigando sobre la labor de las doulas, fue que me sumergí en el mundo del “parto natural” y fui conociendo todos los beneficios y la magia que implicaba poder parir sin medicalización alguna, en un ambiente respetuoso y libre de intervenciones innecesarias donde el respeto por mi proceso y el de mi cría fueran lo más importante.
Fue así como busqué (dentro de las posiblidades que me otorgaba mi prestador de salud) un lugar y un equipo “respetuoso” y llegué a ver a un ginecólogo que me apoyaba en la idea de un parto fisiológico y lo más natural posible.
Elaboré mi plan de parto según varios modelos y relatos que había leído en redes sociales y en distintas páginas, busqué una doula pero era económicamente inaccesible para mi, así es que con tristeza, deseché la posibilidad de ser acompañada por alguien más que mi pareja y mi equipo. Sin embargo, me sentía profundamente empoderada y capaz de parir a mi niño, pues ya estaba todo conversado y quienes íbamos a ser parte del parto, estábamos de acuerdo con las condiciones.
La eventualidad de enfrentarme a una cesárea no la consideré nunca, era una opción simplemente inexistente, hasta que casi llegando a mi semana 36 de gestación, el médico se dio cuenta de que mi hijo no había ganado nada de peso en las últimas semanas y que mi presión estaba “disparada”. “Tienes síntomas de preeclampsia”; fueron las palabras que dieron un vuelco de 180° a todo lo que había soñado para nosotres esos últimos 6 meses. Me resistí, dudando del diagnóstico que nos estaba dando el ginecólogo, no podía ser que éste, que sería el momento más importante de mi vida, fuera arrebatado así de un momento a otro.
Mi entonces compañero, averiguó por su lado y efectivamente, los síntomas que estaba teniendo eran preocupantes, sobre todo si pensábamos en que nuestro cachorro no estaba nutriéndose adecuadamente. Conversamos y visitamos al médico para que nos explicara de qué se trataba la preeclampsia y la posibilidad de un parto vaginal y respetado, terminó por diluirse.
Así fue como un día lunes 11 de marzo ingresé a la clínica muerta de hambre (debía llevar muchas horas sin comer ni beber líquidos), me hicieron varios exámenes de sangre y monitoreo. En mi cabeza, lo único que resonaba era “no vas a poder parir” y la tristeza que sentía era inmensa, no paraba de llorar, no era capaz de expresar el pánico que sentía de enfrentarme a un procedimiento que desconocía por completo y que se encontraba tan, tan lejos de lo que había imaginado.
Entré al pabellón sin el papá de mi hijo, me tenían que “preparar”. ¿Qué significaba eso? Nunca nos explicaron. El lugar estaba frío y lleno de gente (8 o 10 personas que entraban y salían) que no conocía, todos y todas con mascarilla. Sólo una tens se acercó, bajó su mascarilla y me saludó diciéndome su nombre. Me acostaron, me pusieron una vía en la mano, luego llegaron el ginecólogo y la matrona. Tenía frio y no llegaba la anestesista, comentaban entre ellos que estaba en otra cirugía y que se había tardado, pero nadie me explicaba nada. Yo era un elemento más de ese frío pabellón, mi compañero seguía afuera.
Por fin, luego de un largo rato, apareció la anestesista. No me saludó, no se presentó. Me indicó ponerme de lado en “posición fetal” e hizo unos comentarios sobre lo impresionante de mi edema (estaba muy muy hinchada por la preeclampsia), luego me llamó la atención porque no me quedaba tranquila para que ella pudiera poner la anestesia. Por mi cabeza pasaban miles de pensamientos, me sentía sola, estaba aterrada (nunca me han gustado las agujas), tenía frio, las condiciones de ese pabellón – lleno de gente, frío, con muchísima luz – eran todo lo opuesto que imaginaba para la llegada de mi hijo.
Cuando ya estaba anestesiada, dejaron entrar a mi pareja que, igual de asustado y consternado que yo, no sabía mucho que hacer. Mientras me “abrían” me dejaron poner unos mantras que había estado compilando para el gran día, pero ellos, médicos, y otres, hablaban de sus vacaciones, de la construcción de una casa no sé dónde, de sus viajes. Lo menos importante éramos nosotros y nuestro más trascendental momento de la vida.
De pronto, ahí estaba mi pequeñito, llorando, lo envolvieron y acercaron su mejilla la mía. Yo estaba perpleja, por fin estaba acá!! “perdón hijo” fue lo que pensé - o quizá dije –, sintiéndome culpable desalojarlo de mí. Se lo llevaron con su papá y volvió desupés de mucho rato, vestido y luego de ser mostrado por la ventana de la neonatología a la familia que esperaba expectante afuera.
No entendí que lo que viví fue violencia obstétrica hasta varios años después del nacimiento de Luciano, pero sí, muy pronto luego de tan traumática experiencia, decidí que iba a hacer lo posible porque las mujeres vivieran experiencias de parto/nacimiento respetadas, sin importar si sus partos eran naturales, medicados, cesáreas. Entendí pronto que NUNCA, ninguna mujer merece entregarse a un equipo médico sin tener idea sobre lo que está ocurriendo con su cuerpo y que la información es fundamental. Entendí que mi experiencia debía ponerla a disposición de otras, que yo misma necesitaba conocerme más y conocer cada una de las opciones que existen para parir para transmitirla a quien lo necesite. Entendí que el hecho de no parir vaginal, no significa que el evento no pueda ser respetuoso, silencioso y centrado en la mujer y su cría (porque de lo contrario es violento) y que en lo que de mí dependiera, esa información debía circular.
Así fue como cuando mi hijo tenía menos de un año, comencé a facilitar talleres de danza para gestantes y aprovechaba cada instancia para contarles sobre el parto respetado y hablarles sobre la violencia obstétrica. Así fue, como cuando mi Luciano tenía 2 años, llegué a formarme como doula y conocí a mi amada Mandy, con quién conformamos este proyecto llamado Almatriz, que hoy además de acompañar a muchísimas mujeres en sus diversas etapas del ciclo reproductivo, también tiene una hermosa escuela de doulas que van por chile entregando lo mejor de sí.
Así fue como mi propio dolor se configuró en un inmenso motor para que cada día haya más mujeres viviendo un proceso de gestación, parto y posparto digno y seguro.
Y tú, te animarías a ser doula?
Tania Sáez Galaz
Mamá de Luciano, Trabajadora Social, Doula y asesora de lactancia, directora y fundadora de Almatriz Doulas.